Odio los hospitales, de siempre, con sus enfermeras sádicas y sus pasillos con olor a desinfectante. Odio los hospitales porque se te meten por las orejas y por los agujeros de la nariz, y se quedan ahí varios días. Sé de lo que hablo, de niña los frecuentaba bastante.
Detesto también sus señoras que tosen sin taparse, y sus niños que lloran, y sus carteles que alertan sobre el cáncer de próstata. Sus colas interminables, sus números que duermen enrollados, sus baños infectos aunque huelan a lejía, sus cafeterías, sus sillas de espera...
Odio los hospitales.
En el instituto visitamos uno y me negué a entrar, alegando quién sabe qué. Recuerdo observar a mis compañeros mientras se adentraban e intentar intuír, en sus ademanes o en sus pasos, las distintas maneras en las que el hospital se iba adentrando también en sus personas.
Lucas, sus hospitales
Flor, sus hospitales
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1 que me quieren hoy:
Los hospitales, junto con la prisión, los colegios, los cuarteles y la industria, son lo que Michel Foucault llama "institución total". Estas instituciones están relacionadas en cuanto a que clasifican a los individuos, los gerarquizan, controlan su actividad y organizan sus "fuerzas".
No es extraño que no te gusten.
En Suecia y en Nueva Zelanda están probando hospitales con una arquitectura distinta. Más espacios comunes, olores y colores amables, hilos musicales relajantes, indumentaria médica menos "agresiva" (en cuanto a impactante, ya me entiendes), etc. Solo con cambiar aspectos como esos, que en nada afectan al presupuesto, consiguen que los pacientes se recuperen un 80% antes.
Ojalá, si algúna vez tenemos la mala suerte de necesitarlo, nos encontremos en un hospital como ese. Yo también odio los convencionales y su ambiente agónico.
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